En el puente de diciembre del año 2010 quise hacer mi segundo gran viaje, acompañando al comandante, Jaime Barrallo, al desierto del Sahara. El año anterior fuimos a la Laponia finlandesa y me descubrí otra forma de viajar, “así sí se conocen los países, Saúl”, me decía constantemente. Y en esta ocasión íbamos a pasar 6 días en el Sáhara marroquí, atravesando el Valle del Draa y el Jbel Bani y utilizando únicamente dromedarios como medio de transporte y de carga. ¡Íbamos a ser nómadas bereberes! ¡Todo un reto! Porque os aseguro que no se descubre igual la dimensión de un territorio yendo en Jeep que viajando con un amigo chepudo que, en general, no tiene mucha prisa vital 😉
Somos ocho. Ocho aventureros de los que sólo conozco a Jaime y a un compañero de curro al que me llevé. Entre los seis restantes está Juanra, al frente de Eland Expediciones, agencia con la que he hecho más viajes y todos magníficos, por cierto.

Preparando el viaje en Madrid lo teníamos claro: hay que llevar todo lo necesario para vivir en el desierto durante 6 días. Es decir: calzado de treking cómodo y ligero, ropa DE ALGODÓN clara, algo de abrigo para las noches (pueden ser frías) y un saco de dormir que abrigue.
Teniendo en cuenta que un mes antes de nuestro viaje, ha habido enfrentamientos en el Sáhara Occidental entre Marruecos y los saharauis, hay que tirar de contactos para asegurarnos que en la zona de Zagora, donde iremos, está tranquila.
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El vuelo es Barajas-Marraketch, pasando por Casablanca. Vamos, rápido, rápido, lo que entiendes por llevadero.. no mucho. Los taxis que nos llevaron hasta el hotel eran más antiguos que los robles de mi pueblo, olían raro y, sí, los conductores nos miraban raro, como las gentes con las que nos cruzamos cuando el taxi nos paró unas callejuelas antes del hotel porque por esos laberintos no entraba un coche de Lego.
Esas calles están puestas a propósito para que el hotel te sorprenda: es fantástico!! Qué atrio, qué azotea, qué iluminación! “Cenemos” dijo Jaime. Y nos llevó al típico restaurante donde no iría un solo turista, jeje, es decir: uno de allí de verdad, de los que son tan cutres y baratos como delicioso lo que hacen.
Sin madrugar (dato para nada gratuíto, jeje), desayunamos en la azotea del hotel todo un clásico: té, tortas con mantequilla y mermelada y mandarinas (las mandarinas son deliciosas en Marruecos, valencianos!).
Salimos de Marruecos al Atlas en dos taxis APALABRADOS (hoy no regalo una sola palabra ;)). Es jodido, hablando en plata. Hay que atravesarlo y la carretera es tan estrecha y con tales barrancos.. que se hace eterno el trayecto, sobre todo cuando el conductor te dice un “mira, amigo, ahí abajo haber camión despeñado”. Glups…


Más adelante, en una pequeña población junto a la carretera, en lo alto del puerto, tomamos un té en un bar que lucía en la fachada un par de corderos despellejados boca abajo. Si te pones a pensarlo te darías la vuelta. Y si te pones a pensarlo mucho sigues para adelante con más ganas aún de ver y valorar lo duro de vivir allí. Es como volver a la Edad Media.
El territorio que hay más allá de las montañas es llano y desértico hasta llegar a Zagora, ciudad que otrora fue emblemática para el comercio de caravanas. La ciudad es pequeña y las afueras las casas están hechas de adobe. De nuevo resulta curioso que en un sitio así haya un hotel como en el que nos hospedamos. Aprovechémoslo, que lo que nos espera no pinta tan confortable.. 😉

Jaime conoce a los dueños de los dromedarios desde hace muchos años: Yousef, un anciano venerable, jefe berébere y Mohamed, su sobrino. Nos invitaron a cenar en su casa. Consideran a Jaime como de la familia hasta el punto de llamarle Jaimín Ben Yousef: el que se comió los pies de un chacal, aludiendo a viejas historias en el desierto xD Imagináos. En la cena (al más puro estilo marroquí real: primero cenan los invitados con el abuelo y el hijo y después las mujeres con los niños) y allí conocemos a Huseín, el hijo de Mohamed. Es un joven tan alto y delgado como culto. Días más tarde nos cuenta su paso por la Universidad, que no al revés, como pasa muchas veces, jeje.
Mira que mi madre se empeñó en enseñarme a usar los distintos tipos de cubiertos “para que sepas ir por ahí, hijo”, me decía de pequeño! Jeje.. Ella no sabe que ese “ahí” no incluye Marruecos, donde se come con la mano derecha, lo que hace que desarrollen todo un arte haciendo bolitas con el couscous que ríete tú del nuestro para hacer croquetas!
Por supuesto, té y mandarinas de postre para una cena llena de historias de aventuras del abuelo y de un Jaime digno de parodia haciéndose entender con la familia marroquí.. P’abernos matao! xD

A la mañana siguiente nos despedimos del hotel para subirnos junto al equipaje a cada uno de nuestros (enormes!) dromedarios. Con ese tamaño ves perfectamente que para ellos tu mochilo de 35L es como una bolsita de té. Es sorprendente la altura que coge uno subido a estos animales!

Por cierto, inciso, kit-kat, nota al lector, culturilla general.. llamadlo como queráis pero leed esto:
- Los dromedarios son camélidos de UNA joroba, son originarios de la Península Arábiga y están adaptados para soportar temperaturas muy cálidas.
- Los camellos, por el contrario, tienen DOS jorobas y proceden de Asia Central, habiéndose adaptado a vivir en ambientes con largos y fríos inviernos (como el desierto de Gobi) por eso tienen más pelo 😉
Comenzamos la ruta a pie por el desierto, a un ritmo normal, a través del valle del Draa hacia el macizo del Jbel Bani. Encontramos algunas casas aisladas cerca de un pozo donde repostamos agua en bidones de plástico. Seguimos como podemos las indicaciones de los dos guías bereberes que nos acompañan. No es fácil. No se les entienden bien ni los gestos. Sobre todo al que vinimos llamando “pitufo” porque iba vestido igual y era del mismo tamaño, jeje.

Inicialmente, los guías nos llevan los dromedarios con unas cuerdas haciendo una caravana, aunque enseguida Jaime y yo pedimos llevar nuestras propias riendas y probamos que «la dirección» animal es satisfactoria. Habría que hablar con BMW…
Al grito de “yit – yit” el animal camina. Y al de “jat-jat” se para. Todo un estárter vivo 😉

Continuamos por el valle del Draa hasta el ocaso y acampamos en una zona de unos pocos árboles. Preparamos una Haima, por si hacía frío por la noche, aunque todos decidimos dormir al raso y disfrutar del cielo estrellado que ofrece el desierto… Mmmm.. Me encanta dormirme mirando las estrellas y repasando las constelaciones que conozco 🙂

A la mañana siguiente, seguimos unos kilómetros por el valle del Draa hasta llegar a unas estribaciones altas a la izquierda que hay que superar por un camino muy estrecho y que requiere que desmontemos de los dromedarios y vayamos a pie. El paisaje es espectacular a medida que ascendemos. Al coronar nos encontramos un paisaje marciano similar al las fotos que los rover Spirit y Oportunity enviaron del planeta rojo. Es una región rocosa entre montañas con platós planos. Huseín y nos llevan hasta un pozo en medio de la nada donde repostamos agua sacándola a pulso. Al agua le echamos pastillas potabilizadoras y rezos, hasta los que no somos católicos, para que el agua no nos abriera las compuertas del infierno.. ya me entendéis..
Ah! No os he dicho que, por la noche, a los dromedarios se les traban las patas delanteras con una soga de forma que no pueden casi andar, sólo con pasitos muy cortos. Así pueden moverse pero no irse muy lejos (en teoría, porque a nosotros uno se nos fue de parranda y echamos media mañana en buscarle!).


En el camino vemos varias Gueltas que se forman de manera natural en el desierto. Son balsas de agua natural que se queda entre las rocas donde pueden beber los animales y nosotros darnos un baño!!! Esto sí que es inesperado y refrescante 🙂
Salimos de esta región montañosa para entrar en una zona completamente plana de rocas pequeñas. Más Marte. El calor aprieta. Se nota muchísimo llevar el turbante con el rostro tapado. Si no las vías respiratorias se te resecan mucho y es muy molesto.


Poco a poco nos vamos adentrando en el desierto de arena y al anochecer acampamos a los pies de una duna enorme, que subiremos por la mañana para ver amanecer desde lo alto. Esta noche uno de los guías va a cocinar pan: hace un hoyo en la arena y ahí hace una hoguera para calentar la arena de debajo y, cuando está consumido el fuego, aparta las ascuas y pone la masa de pan envuelta con hojas de palmera para que no se pegue la arena. Después, cubre la masa con arena hasta taparla por completo y encima del montón que le queda, enciende otro fuego en el que horneará el pan dentro de la arena. Unos 10 minutos después quita el fuego y saca el pan ya hecho soplándole la arena que pudiera estar pegada. El pan estaba delicioso! Tanto, que un zorro o un chacal no resistió a buscarlo de noche entrando al campamento, jeje. Que diréis “menudo susto!” Sí, pero para el animalito, que vio a unos humanos con barbas y sonidos de oso levantarse como zombies de sus sacos!
Al día siguiente, subimos la enorme duna para ver el amanecer desde lo alto y resulta algo espectacular, con la vista del desierto de dunas alrededor.

Poco a poco, dejamos atrás la arena y el paisaje da paso a un suelo duro resquebrajado, recuerdo de un antiguo mar que cubría todo esto en el pleistoceno (de hecho, se pueden encontrar fácilmente piedras con restos fósiles de trilobites y amonites mientras caminas).

A lo largo de estos días, mi relación con Huseín, el guía joven, y con el Fortasec, empiezan a consolidarse 😉 Huseín tiene curiosidad por nuestras costumbres en España y cuantas más cosas le cuento menos dice que nos entiende.. Normal! Me cuenta que él prefiere quedarse allí ayudando a su familia con los dromedarios. Somos civilizaciones muy diferentes, sobre todo en la manera de pensar y concebir lo que para cada uno es importante.
La noche cae y nuestro «panadero» hornea otro pan pero con una técnica diferente. El suelo es duro y crea una cama de piedras planas que calienta con un fuego encima. Lo aparta, pone la masa envuelta y la cubre con la poca arena y piedras que hay. Lo termina de hornear con otro fuego encima. Mmmm… Hasta mañana a todos!
Ya es “mañana” y caminando nos ponemos ya muy cerca de la frontera con Argelia, hacia el M’Hamid, donde nos despediremos de los dromedarios y de los guías. Las ganas de tumbarse en una cama empiezan a ser importantes.. Así que lo de soñar con duchas es normal. No te has vuelto raro…

Nos adentramos en el pueblo (ya andando) porque vienen a recogernos en coche allí. Vemos lo que parece un bar o algo así y nos sentamos afuera. La sensación cuando me siento es nueva, acogedora, reconfortante y casi religiosa. Algo tan sencillo como sentarse en una silla, me resulta maravilloso. Pedimos una cocacola (que en árabe sonaba hasta más elegante) y os prometo que fue la cocacola más rica de mi vida! Alguno estará pensando “algo te echarían, amigo!”. Y sí: descanso y calma 😉
Esa cocacola era la antesala de la segunda visita al hotel de Zagora que nos recibió. Fue llegar a una vida cómoda y es que casi lloras, palabra de honor. Nunca una ducha (sin tocamientos, jeje) fue tan placentera..
Cena de despedida con Yousef (y toda su extensa familia) y Jaimín para salir al día siguiente de vuelta a Marracketch en otros dos taxis viejunos a través del Atlas. De nuevo el hotel conocido y una tarde de compras y regateos por sus tiendas y mercadillos.

Desde la azotea del hotel de la plaza principal de Marraketch, unas horas antes de partir a casa, tengo una sensación de plenitud: satisfacción absoluta por haber vivido una gran experiencia y conocer aquellos parajes remotos, con sus gentes y sus costumbres.. Pero con la extraña sensación de poner en alza todo lo que tengo, todo lo que tenemos, en el día a día. Se te viene a la cabeza aquello «¡no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes!». Aunque, para mi, la moraleja final es otra: hay que seguir viajando, Saúl Ortega.
GALERÍA DE FOTOS – CARAVANAS POR EL SÁHARA
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